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La tapia del convento

Una de las historias más tremendas de las que me relató la tía fue aquel día que quedamos a comer y  apareció en la tele el actor Carlos Iglesias, hablando de su última película. Le comenté que era vecino de la casa de mis padres en Villalba, donde todavía vivía yo en aquel momento. 

- Pues ese apellido es de niño huérfano -me dijo ella-, de los que abandonaban a la puerta del convento. Como no sabían de quién eran hijo, les llamaban "Iglesias Iglesias", seguro que su padre o su abuelo se llamaba así.

- ¿Por duplicado?

- Claro, como tu bisabuela Roberta. Roberta Iglesias Iglesias se llamaba. Y por eso tu abuelo Benito se llamaba Lorenzo Iglesias, porque era hija de una huérfana.

- ¿Fue abandonada en un convento al nacer? - comenté horrorizado.

- Pues sí. Parece que debió de ser alguien adinerado de Oviedo, algún lío de faldas, lo normal en aquellos años: según nacía el niño, ¡chum! de cabeza al convento. 

- ¿Y cómo sabes que era adinerado?

- Bueno, las Hermanitas de la Caridad donde la dejaron recibieron instrucciones de cuidarla de por vida y una pensión que les llegaba puntualmente cada mes - me dijo la tía. La historia empezaba a ponerse interesante.

- ¿Y cumplieron las instrucciones?

- Ya lo creo, siempre tuvo un apoyo económico y hasta el último día estuvieron allí con ellas las Hermanitas de la Caridad. El convento estaba… bueno, sigue estando, es ese de ladrillo oscuro que está por ahí por Chamberí, subiendo por el Paseo del Cisne.

- ¿Eduardo Dato?

- Ese, ahí se crío la bisabuela. 

asilo de san Diego y san Nicolás para Niñas Huérfanas, Fundado por los  Marqueses... - Archivo ABC

 Asilo de San Diego y San Nicolás de Niñas Huérfanas,  recién construido. Ahora es el Colegio Internacional G. Nicoli.

-¿Sabías que ese convento guarda un secreto? Lo descubrió la abuela Roberta, sí, sí. Ella se fijaba en todo, todo lo fisgoneaba, le gustaba investigar misterios. Se había fijado que la tapia del convento estaba cubierta de hiedra hasta arriba del todo, sobrepasando el muro y cayendo por detrás. Y como no las dejaban salir hasta que eran mayores de edad, ella se imaginaba descubriendo lo que habría al otro lado si trepaba por esas hiedras. Claro, podría escalar el muro para escapar, pero que necesitaba que las hiedras por el otro lado colgaran tanto como para poder bajar hasta la calle.

-¿Y no podían salir del convento nunca?

-Solas no. Y acompañadas, muy pocas veces. Para algunas procesiones, fiestas y cosas así. Hasta que se casaban, que fue como tu bisabuela salió del convento.

Las Niñas del colegio de la Paz Llevando procesionalmente la imagen del  sagrado... - Archivo ABC

Las niñas del convento de las Hermanitas de la Caridad de procesión, una de las escasas ocasiones en las que unas pocas elegidas podían salir y ver el mundo más allá de la tapia.

 "Un día de esos raros que la dejaron salir, pasaron por la calle de la tapia donde las hiedras por la parte de afuera, pero ¡no había hiedras para bajar! Así que al volver al convento se fijó mejor y llegó a la conclusión de que el muro debía de ser gordo y las hiedras se quedan en la parte de arriba. Y si era así de gordo sin sujetar nada, es porque era un muro doble con algún hueco, e incluso alguna puerta para entrar.

Así que toda emocionada por lo que había deducido ella sola, se puso caminar junto a la tapia, tocando las hiedras y apartándolas, hasta que descubrió que tras la parte más densa había una parte de madera. Apartó un tanto las hiedras y descubrió una puertecita. ¡Imagínate qué descubrimiento! Cerrada, claro. Pero ella tenía razón y estaba muy contenta por haberlo podido averiguar sin ayuda de nadie.

Y claro, se lo tenía que contar a alguien. Al día siguiente se lo contó a su mejor amiga, otra huérfana como ella que también vivía en el convento. En el recreo después de la clase allá que fueron las dos a buscar la puerta secreta…¿y a que no sabes qué sorpresa? ¡La puerta estaba abierta! Y ya que habían llegado hasta allí no se iban a volver, que a saber cuándo se volverían a encontrar la puerta abierta. Y allá que se metieron las dos, tu bisabuela y su amiga, en una habitación oscura, estrecha y larga, larga, larga que recorría el hueco entre los dos muros como si fuerea una catacumba. 

Cuando sus ojos ya se iban acostumbrando a la oscuridad, vieron que había muebles viejos, mucho polvo y un poco más allá descubreron huesos. Y cráneos. Craneos humanos, y esqueletos, de varios cuerpos. Y todos tenían algo en común: eran muy pequeños.

Empezaron a darse cuenta de todo lo que allí había, a asustarse con los esqueletos y a ponerse nerviosas al pensar que allí habían terminado antes que ellas otros niños del convento. Y en ese momento ¡PLAM! ¡La puerta que se cierra de golpe!"

Recuerdo a la tía dar un golpe en la mesa en ese momento que me sobresaltó.

- Imagina qué miedo, todo a oscuras, con todos los esqueletos de los pequeños, corriendo como pueden a la puerta sin ver tropezándose con los huesos y los muebles y al llegar...

- ¿al llegar? - pregunté inquieto.

- Cerrada con llave. 

" Y las dos que se ponen a gritar Por favor, por favor que las abrieran. Y después de un rato, escuchan voces, el sonido de la llave que abre la puerta y cuando salen… … allí estaba la Madre Superiora y dos hermanas esperándolas a las dos. Y las dos niñas, porque debían de tener 13 o 14 años, todavía con el susto en el cuerpo, y además ahora esto, incapaces de explicar qué hacían allí dentro.

¿Sabes lo que hizo la Madre Superiora? En castigo por lo que habían hecho tenían que recorrer como penitencia la nave de la iglesia entera, desde la puerta hasta el altar y de un crucero al otro. De rodillas. Y haciendo la cruz en el suelo ¡con la lengua! ¿Tú has visto cómo son las iglesias de ese barrio, que miden casi cien metros de punta a punta? Pues ponte ahora de rodillas a lamer el suelo hasta hacer una cruz entera. 

Mientras la amiga obedecía tal cual le habían dicho, con la lengua chupando el suelo y arrastrándose como podía, la bisabuela a su lado, muy cuca, lo hacía chupándose así un poco la punta de los dedos y luego frotaba con ellos el suelo otro poco, así, chas chas chas y con eso iba avanzando. Y menos mal, porque eso le salvó. A ella se le quedo la lengua seca y la mano agrietada, pero la amiga lo pasó muy mal por hacer el castigo al pie de la letra, se le hinchó muchísimo la lengua y aquella noche tuvieron que hospitalizarla con fiebre. 

Esos días, con su amiga en la enfermería del convento se puso a pensar en lo terrible que debía de haber sido el descubrimiento para sufrir un castigo así. ¿Por qué las monjas tenían huesos de niños sin enterrar? Eso nunca lo supo, pero le quedó muy claro que era algo que ella no debía haber descubierto jamás. ¿Te echo azucar en el café?"

Siempre me fascinó cómo la tía le podía quitar trascendencia a una historia tremenda que se había encargado de narrar ofreciendo un dulce o riéndose como quien cuenta un chiste. Aquel día salí bastante conmocionado por la historia que acababa de escuchar. Horrorizado por los castigos que las monjas inflingían a las niñas huérfanas y sin entender bien el origen de aquellos huesos de bebé que las se ocultaban sin enterrar,  y pensando que quizá todavía esos muros que tantas veces había visto al pasar por la calle seguían ocultando su secreto. 

Todavía cuando paso por la calle Eduardo Dato frente al convento de las Hermanitas de la Caridad me quedo un rato contemplando su tapia, intentado adivinar desde fuera en qué parte son más gruesos de lo que parece a simple vista. Nunca lo he llegado a descubrir... porque ese no era el edificio donde se crió la bisabuela.

 

Algunas notas

Sólo al escribir este relato he empezado a encajar las piezas.

A pesar de que la tía Maruja me contó exactamente que ese era el convento de la historia, cuando se construyó en 1905 la bisabuela ya estaba casada ¡Si hasta había nacido ya el abuelo Benito, que era el segundo! Claramente, las Hermanitas de la Caridad estuvieron antes en otro edificio más antiguo donde la bisabuela se crió cuando era niña.

Hace poco descubrí esta tremenda tesis doctoral de Carmen Maceiras que hablaba de aquél primer lugar. Se trataba de la Inclusa de Madrid, un lugar encargado de cuidar a los niños abandonados al nacer y que estaba en la calle Embajadores, en Lavapiés. Se guardan bastantes fotos del lugar, aunque ninguna de la parte de la tapia.

En esta foto desde la propia calle Embajadores se ve la cúpula de la gran iglesa que la bisabuela y su amiga tuvieron que recorrer con la lengua como penitencia. Y no era pequeña...  

A poco de estallar la guerra, la iglesia fue incendiada y quedó en ruinas durante décadas, la gente usó sus muros como parte de sus casas de ladrillo, que ocupaban el interior de lo que fue la nave principal. La foto es bastante impactante.


Hace unos años se reconstruyó para dar servicio a la Universidad Nacional de Educación a Distancia y hoy es la más bella biblioteca que hay en Madrid.

Aunque no encontré manera de localizar a la autora de la tesis en un primer momento, sí pude encontrar una dirección de correo de su director. Le escribí contándole un pequeño resumen de esta historia, le pedía que me pusiera en contacto con aquella mujer por si podía aportarme algún dato más.

Al cabo de unas semanas me respondió la propia Carmen Maceiras y me dio una tremenda información: todos los eventos importantes de las huérfanas que pasaron por el primitivo convento quedaron registrados. Y esos registros aún existen, y se guardan en el Archivo Regional. 

"Si tienes mucho interés por encontrar datos sobre tu bisabuela inténtalo. [...] En mi tesis tienes todos los lugares (bibliotecas y archivos y registros) en dónde yo pasé muchas horas. Creo que tienes suficiente orientación y pautas a seguir"

Sé que la bisabuela intentó en vida investigar sin éxito sobre sus orígenes, quiénes eran sus padres y por qué la abandonaron. Quizá en el Archivo Regional haya pistas. Escribiré una segunda parte si tengo éxito.

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