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Un hueso de aceituna enterrado en un panteón

La tía Maruja hacía unas ensaladas bastante austeras: endivias y aceitunas negras. Alguna vez caían algunas pasas, no muchas. Y ya. Aliño sólo para quien se lo quería echar. Por lo general, siempre que aparecía esa ensalada en su mesa, iba acompañada de una advertencia: ‘Y cuidado con los huesos de las aceitunas’.

Aquel día había recibido su llamada de auxilio porque no era capaz de encontrar los archivos de contabilidad que tan afanosamente estaba pasando al ordenador, y mientras yo los buscaba ella iba preparando la comida, con su ensalada de endivias, aceitunas y advertencias: 

   — Hala, déjalo para luego, ya lo buscarás. Ahora a comer, y que no te pase como aquel niño que se atragantó con las aceitunas, hehehe. 

Yo ya había escuchado aquella advertencia otras veces, pero lo del niño me inquietó y le pregunté: 

   — ¿De qué niño me hablas, tía? 

   — Pues del hijo del doctor Ortiz. El matrimonio tenía dos hijos, y los dos murieron. Fue el mayor el que se comió la aceituna, se fue ahogando, se fue ahogando y no supieron hacer nada hasta que se ahogó ¡Fíjate, y el padre médico!

Entonces me vino a la memoria un lugar que yo creía que había soñado y le respondí sin pensar: 

   — Y uno de ellos tenía veintiún años cuando murió.

   —  Eeeeso es, el de la aceituna.

   — Pero el otro tenía diez.

   —  ¡Pues sí señor! ¿Y tú cómo te acuerdas de eso? 

   — Tía, ¿es posible que yo haya estado en un impresionante panteón neogótico de esa familia? 

   — Seguramente te llevaríamos alguna vez cuando Todos los Santos. Está en el cementerio de San Isidro. Era el panteón de esa familia, allí están enterrados el médico, su mujer, doña Candelaria, y sus dos hijos. Aaay ¿cómo se llamaban?¿Juan y Luis?

Recordé de golpe aquel día: tenía diez años y fui con la abuela María, mi madre y mi tía Maruja a aquel cementerio centenario en el que impresionantes sepulturas entre cipreses dejaban ver nombres conocidos: Aquí el panteón del general Serrano, más allá la tumba de Diego de León y al otro lado la suntuosa lápida de don Francisco Silvela y así hasta completar medio callejero de Madrid.

Las tres llevaban cubos, fregonas, productos de limpieza y esponjas. Habían ido a adecentar la tumba de la bisabuela Roberta, que moraba en una zona poco noble lejos de la entrada principal, sin panteones ni calles famosas, pero con nichos a modo de pisos de protección oficial. La bisabuela ahí era de clase media: tenía al menos tumba horizontal con su lápida, aunque compartida con bastante más gente que no sabía quienes eran. Sus convecinos difuntos de lápidas cercanas eran honrados aquel día por sus propias familias gitanas, que habían llevado cientos de flores, fotos, sillas para pasar el día y hasta una neverita con viandas y bebidas.

Así, llena de cachivaches y comida nos encontramos la tumba. La tía los echó sin contemplaciones "¡apártense, que esta es la tumba de mi abuela y aquí nadie se pone a merendar! ¡Hala, hala!".

Tras hacerse hueco entre tanta gente, limpiar la lápida, poner unas flores y dedicar unos rezos a la bisabuela, recogieron los bártulos de limpieza y nos fuimos todos a la salida. Para mi sorpresa vi cómo en lugar de salir del cementerio, la tía Maruja se dirigía a un encargado y empezaba a contarle una historia bizantina:

   — ...Y claro, usted debe de ser nuevo y no sabe que todos los años venimos por los Santos.

   — Bueno, señora, que yo llevo aquí ya desde el 83 y no sé nada de esa historia que me están contando ¿dice usted que son familia?

   — Sí, sí. Aquí mi madre era sobrina de doña Candelaria. Anda, háganos el favor de darnos la llave del panteón.

 ¿Doña Candelaría? ¿Panteón? ¿Qué panteón? ¿Tenía la familia un panteón? ¿Y quién diantres era doña Candelaria?

Estaba no muy lejos de la entrada, en el paseo central a mano izquierda. Lo recuerdo perfectamente: imponente con su entrada de puertas de forja, paredes de sillería clara, techo de zinc y esculturas de aire romántico.

 

Panteón del cementerio de San Isidro. Tendría que ir allí para ver si era ese, al menos se le parecía mucho.

La tía Maruja abrió con la llave como pudo la puerta de hierro oxidada que daba paso al ultramundo. El chirrido despertó a los pájaros y algún murciélago que salieron por la puerta. Dentro se palpaba el polvo, y hasta se veía gracias a una grieta de sol que entraba sin permiso por la cúpula que ya había sufrido algún derrumbe parcial.

Lo recuerdo todo blanco: el suelo, las paredes, el polvo, los escalones, … y las tumbas encima. Cuatro en total, dos enfrente, otra a la izquierda y otra más a la derecha, elevadas del suelo con escalones, con pequeñas líneas verdes y negras que apuntaban hacia el suelo tras años de ser castigadas por la lluvia que nunca debería de haber entrado. Encima, las cubrían unas suntuosas esculturas tumbadas, de mármol en perfecto estado a pesar de la suciedad. Y en todo el centro, una figura de pie con un gran crucufijo.

Desde la entrada yo con mis diez años no podía ver bien las esculturas tumbadas (no he sido tan alto siempre), pero podía leer los nombres y apellidos en las paredes de los sarcófagos, cincelados con letras rojas en bajorrelieve. Yo por aquél entonces me había aprendido de carrerilla al menos ocho de mis apellidos y ninguno coincidía con aquellos Ortiz y Mohino. Las dos tumbas centrales parecían ser de un matrimonio. Candelaria Mohino, fallecida en 1917 y su marido, el doctor Ortiz, fallecido poco antes. Al subir los escalones me encontraba mi cara con las suyas esculpidas durmiendo, sus rostros completamente blancos y vestidos con sus mortajas funerarias también hechas de mármol, con un realismo que parecieran plieges de un tejido suave capaz de resbalarse en cualquier momento. 

Yo estaba completamente sobrecogido por poder entrar en aquella cámara secreta, aunque era el único. El resto de mi familia tenía otras emociones:

   —  Esto está hecho un asco - dijo mi madre.

   — ¡Qué pena, Dios mío! - se lamentó mi tía.

   — Venga, las dos, ¡Menos quejarse y a limpiar! - sentenció la abuela María.

Y así, las tres mujeres se pusieron afanosamente a retirar los excrementos de pájaro, frotar las humedades y barrer los cascotes caídos del techo que cubrían medio panteón.

 A la derecha, había enterrada otra persona de apellido Ortiz Mohino, ‘seguramente un hijo’, pensé. 1890-1911. Me impresionó pensar que aquel hijo hubiera muerto antes que su padre con poco más de veinte años.

   —  ¿Mamá, por qué esta persona murió tan joven? 

   — Eso pregúntale a tu tía Maruja, que es la que sabe esas historias.

   — Por un hueso de aceituna - contestó mi tía - se atragantó cenando en su casa con sus padres. Y fíjate que su padre era médico y no pudo hacer nada mientras veía cómo su hijo se iba poniendo morado y se quedaba sin aire, y allí mismo murió. Mamá, mira a ver si encuentras al encargado que nos ha dado la llave para que traiga una escalera y así podemos llegar al rosetón.

Me quedé conmocionado por aquella muerte tan tonta. Pensé absurdamente que ese joven habría sido enterrado con el hueso de aceituna aún dentro de su garganta y que seguiría ahí, dentro del sacófago de mármol.

Justo enfrente, en el lado izquierdo del panteón estaba la tumba de su hermano. No recuerdo su nombre, pero sí las fechas: 1896-1906. Era el pequeño, como yo. Murió el año que nació la abuela María... y tenía diez años, los mismos que yo en aquel momento.

    — Tía ¿y su hermano?

Pero la tía había salido para limpiar las vidrieras desde el exterior, mientras la abuela María y mi madre sujetaban la escalera.

Solo en aquel panteón, rodeado de una familia muerta congelada en piedra, me enfrenté a los rasgos de aquel niño de mi misma edad cien años atrás, su cuerpo envuelto en sábanas de piedra, la cara suave y los ojos cerrados a la altura de mis ojos. Hasta entonces había creído que sólo moría la gente más mayor que yo, pero ahí descubrí que ser el pequeño de la familia no me hacía inmortal, y que hasta algo tan tonto como una aceituna podría convertirme en una de aquellas estatuas.

Tuve que salir, y ya no quise entrar más. Me quedé en el exterior el largo rato que tardó mi familia en adecentar aquella pequeña catedral. Cuando el sol ya estaba a punto de ponerse, el panteón se dio por suficientemente limpio, las tres mujeres recogieron sus bártulos de limpieza, encendieron una vela, pusieron unas flores y rezaron unos Avemarías con la puerta abierta, mientras yo las observaba desde fuera.

La ceremonia terminó y emprendimos, esta vez sí, el camino hacia la puerta de salida. La tía Maruja se dirigió al empleado del cementerio a devolverle la llave. Pero en lugar de agradecerle el servicio, empezó a recriminarle el lamentable estado del panteón. 

   — ¡Es una vergüenza cómo tienen ese panteón! ¡Cualquier día ese techo termina por caerse y provoca una desgracia! ¡Y eso que son tumbas de mármol de Carrara, traídas nada menos de Italia! ¿Y así cuidan ustedes este patrimonio?

   — Señora, ¿y a mí qué me cuenta? De eso se tendrían que hacer cargo ustedes, que son la familia.

  — ¡Pues no señor! ¡Los responsables son ustedes, que cuando doña Candelaria murió dejó en herencia un millón de pesetas para que todos los años se hicieran misas en su memoria y mantener el panteón "mientras el mundo fuera mundo", con estas palabras!  ¡Un millón! ¡De 1917! ¿Me oye? ¡Mientras el mundo fuera mundo! Y el mundo sigue aquí ¿A ver, dónde está ese dinero? 

   — A ver, señora. Que eso fue antes de la guerra, las monjas que custodiaban el cementerio entonces ya ni existen y yo sólo llevo aquí desde el 83. 

   — ¡Anda y váyase a freír espárragos!

 

El interior tenía tumbas de mármol como las de este otro panteón. Con ese mismo realismo que causa no poca aprensión estaban hechas también las dos figuras de los hijos.

 

Cuando recordé esa historia en casa de la tía años después, me di cuenta de que nunca había llegado a entenderla del todo. 

   — Tía.

   — Sobrino.

   — Aquella vez que fui con vosotras, que fuisteis a limpiar el panteón ¿por qué fuisteis? 

   — Pues para limpiarlo, claro. ¿No te acuerdas que estaba hecho un asco? 

   — Sí, sí, si recuerdo el techo caído y todo eso. Me refiero ¿por qué limpiábais un panteón que no era de la familia? Es más ¿cómo conseguías que te dejaran la llave de ese panteón?

   — Pues porque se portaron muy bien con nuestra familia. 

"Primero murieron los hijos, poco después murió el doctor, y no mucho más tarde doña Candelaria. Sólo tenía una sobrina a la que le dejó parte de la fortuna, pero también repartió un buen dinero entre el servicio domético, y parte fue a parar a nuestra familia también, que por eso teníamos que estar allí cuando el testamento y sabíamos que además dejaron un millón de pesetas a las monjas del Cementerio de San Isidro para que mantuvieran a perpetuidad el panteón y les recordaran cada año con una misa ¡Con ese dinero bien invertido podían perfectamente cumplir su cometido, que tampoco estamos hablando de la Catedral del Burgos, concho! Pero ya sabes, ya no hay ni dinero, ni monjas ni nada."

"Así que como fuimos parte de los herederos, nos hemos encargado de velar por las últimas voluntades de doña Candelaria. Todos los años hemos venido por los Santos a limpiar el panteón y a rezar por el alma de aquella buena gente. Desde que murió tu abuela, me encargo yo."

Termino de escribir esta historia y me pregunto si esa ‘perpetuidad’ de aquella familia que ya no existe, y que pasó a mi abuela y luego a mi tía ha pasado a la siguiente generación y ahora sería mi turno de encargarme de mantener aquel panteón y la memoria de aquella familia.



Algunas notas

Por suerte mi madre se acordaba del nombre y apellido de doña Candelaria y con eso he podido reconstruir los datos de la historia. El Boletín Oficial de Madrid del 6 de septiembre de 1917 refleja la siguiente esquela:
 
"Ayer tarde recibió cristiana sepultura
en el cementerio de la Sacramental de San Isidrio
la virtuosa y caritativa señora
doña Candelaria Mohino y Mora,
viuda de Ortiz.
Reciba su desconsolada sobrina,
doña Adela Goya y Mohíno,
y distinguida familia
el testimonio de nuestro pesar"
 
 
Al principio pensé que quizá la abuela María era parte de aquellos sirvientes que recibieron la herencia, pero tenía 11 años cuando aquello sucedió. ¿Igual fue la bisabuela Roberta la que recibió la ayuda? Por aquél entonces ya debía de haberse quedado sola con sus tres hijos, tal como conté aquí. Mi madre piensa que igual era amiga de doña Candelaria, pero tampoco está muy segura.
 
Iré al cementerio a buscar el panteón, sacar unas fotos y comprobar las fechas.


Visita al cementerio

Estuve hace unos días en el cementerio de San Isidro, para fotografiar el panteón. Aproveché también para visitar la tumba de la bisabuela Roberta. Al llegar estuve dando unas vueltas cerca de la entrada. Recordaba que el panteón estaba muy cerca, la puerta a mano izquierda. Tras recorrer más de diez panteones sin resultado decidí rendirme a la evidencia y empezar a preparar la historia que contaba la tía Maruja para preguntar a algún encargado.
 

Junto a la garita del vigilante encontré a un señor fumando con un polo rojo oscuro que me miraba con cara de "Y tú qué quieres". Supuse que claramente era de allí.

   — Disculpe ¿es usted de aquí?

   — Sí, qué quiere.

   — Estaba buscando un par de sepulturas. Igual hay alguna oficina donde preguntar.

   — No hay oficina aquí. Está al otro lado del río, en la calle Águilas. 

   —Vaya, por Dios ¿y tengo que ir hasta allí para preguntar por una tumba?

   — No, hombre, quite, quite ¡llame usted a este teléfono y ya! Según le digan, usted me repite en voz alta y yo le llevo.
   — Bueno, eso parece mejor. Ya me imaginaba yo el viaje en balde ¿sí, oiga? Estaba buscando un par de sepulturas. Sí, le digo: Roberta Iglesias Iglesias. Sí (apunte) — me dirigí al hombre.

   — No se preocupe, me conozco esto bien.

   — Sí, diga. Patio 6, Manzana Q de queso, Fila 7, tumba 21.

   — Patio 6 está allá al fondo del todo, vamos que le acompaño.

   —  (Un momento, que la otra sepultura debe estar cerca)  — le dije tapando el teléfono — ¿Perdón, cómo dice? Sí, soy familiar. ¿Que la sepultura ha dejado de tener un titular desde 2017 y están buscando un familiar para hacerse responsable? Ah, pues gracias por decirlo, se lo comentaré a mi madre. También quisiera localizar otra sepultura. Se trata de Candelaria Mohino. No, no recuerdo el segundo apellido. ¿Mora? Puede ser ¿Familiar? Eeeeh...  — por un momento pensé si también estaban buscando algún pagano para hacerse responsable de aquella ruina —. Bueno, sólo lejano, es una historia un tanto novelesca, ya se la cuento otro día. Sí, espero.

   — Si me dice usted que el panteón estaba por aquí, lo vemos primero y luego ya le llevo al Patio 6.

   — Pues casi sí.

El teléfono estuvo un rato en silencio. El encargado terminó su cigarrillo y encendió otro. Ya pensaba que se había cortado la llamada y estaba a punto de apagar cuando me respondieron. La voz había cambiado:

   — Buenos días, me llamo Almudena y soy encargada del cementerio — me hizo gracia que se llamase como el principal cementerio de Madrid —. Me cuenta mi compañera que busca usted el panteón de doña Candelaria.

   — Sí, eso es.

   — Pues a ver por dónde empiezo... Mire, el panteón estaba en muy mal estado, y hace unos años todo el techo se vino abajo. Ahí, la Sacramental de San Isidro decidió intervenir antes de que se terminara de caer el resto del edificio y se puso a buscar a algún familiar para que se hiciera cargo de las reparaciones. Al no encontrarlo, se decidió vender por una cantidad simbólica a cambio de que arreglasen aquello, aunque ya le adelanto que el dinero de los trabajos previos fue considerable.

   — ¿Entonces ya no es el panteón de la señora Candelaria?

   — No, lo adquirió hace poco una familia, ni siquiera han enterrado a nadie aún. Ya le digo que tuvimos que actuar así al no encontrar a ningún familiar cercano.

    — ¿Me puede indicar la localización, por favor? Quisiera ver cómo ha quedado.

   —  Le indico al empleado del cementerio. Si me hace el favor de pasármelo.

El hombre terminó su cigarrillo, arrojó la colilla al suelo y cogió mi móvil:

   — Hola, Almudena. Dime. Sí, sí... sí, claro. ¡No jodas! ¿es esa? Sí, ya se lo cuento yo, hasta luego. 

   — ¿Pasa algo?

   — Pues ya le habrá contado Almudena que se cayó el tejado. Si yo lo vi, la mitad cayó por fuera y no mató a nadie de milagro porque en ese momento no pasaba nadie, pero vamos... podría haber sucedido una desgracia.

   — Sí, ya lo recuerdo yo con agujeros en el techo hace unos años. Llevo un rato buscándolo, sé que estaba cerca de la entrada.

   — Pero si es este mismo, está usted delante. Ahora ya está completamente arreglado, pero estaba en un estado lamentable. Mire, mire, aún se ve en la baja cornisa un poco de los desperfectos.



   — Veo que han dejado el ladrillo visto, hace años estaba blanco por fuera.

   — Pues lo recuerda usted fatal, esto siempre ha sido de ladrilo visto. 

Tuve que rehacer la mitad de mi recuerdo para acomodarlo a ese acabado de ladrillo nuevo para mí,. Me acerqué a la puerta para ver las tumbas de la familia Mohino. Me lleve un sobresalto al ver que sólo había unos nichos recién construidos aún vacíos en unas paredes hechas de cemento y ni rastro de las tumbas románticas de mármol que tanto me habían impresionado de pequeño. Ahí se diluyó la otra mitad del recuerdo del panteón que aún me quedaba.

   — ¡Pero si aquí dentro había unas tumbas con unas esculturas fabulosas de mármol de Carrara! ¿ya no están?

   — Esa es la otra parte de la historia. No señor, ya no están. Y no sabe usted la que hubo que montar para sacarlas del panteón, porque cada escultura era de una pieza única y no cabían por la puerta. Tuvimos que traer una grúa enorme hasta aquí para sacarlas por el techo, cargarla en un camión y al llegar a la tapia de la entrada tuvimos que hacer otro tanto con otra grúa.

   — ¡No me diga que han tirado aquello! Si debía tener un valor artístico excepcional.

   — ¿Tirarlo? ¡No hombre, no! ¿Cómo vamos a hacer algo así? Eso no se puede tirar, es patrimonio histórico de la parte protegida de la Sacramental. Todo el conjunto va a presidir el jardín que estamos haciendo en el segundo patio de San Andrés cuando terminen las obras, junto a la entrada, será su atractivo principal. La verdad es que va a quedar bien bonito ¿eh?

En ese momento sentí que se cerraba un capítulo. El panteón ya quedaba arreglado y en manos de otra familia encargada de su conservación para unas cuantas décadas, las tumbas con sus esculturas serían la parte principal de uno de los jardines del cementerio y por ser patrimonio tenían por ley asegurado su mantenimiento. La historia del legado la dejaría yo por escrito, y así su memoria no se perdería.

Quedaba averiguar el vínculo que unía a ambas familias, la de doña Candelaria y la nuestra, aunque tal como dijo mi madre cuando le conté la historia, "la tía Maruja estaría contenta de saber que este tema se ha resuelto". Así se lo dije también al encargado:

   — Me quedo tranquilo sabiendo que así han quedado las cosas. Podemos ir a la otra tumba, si me hace el favor.

   — Venga, es por aquí.

A los pocos pasos, paré con una idea:

   — Oiga ¿se puede visitar ese patio?

   — Uy, no, aún está en obras. Al menos un año queda.

   — ¿Ni siquiera un vistazo a través de una valla o algo?

   — No, es una tapia, aunque... ¿Ve esos tejado allí? Asómese, hombre, que si no no lo ve. Ese es el patio. Anda, mire, si hasta asoma un poco del conjunto ¿Lo ve, las estatuas en blanco y aquella alta con la cruz? Ahora bien que lucen, que les hemos dado un lavado de cara del bueno, bueno. Al final la Sacramental ha tenido que gastarse una fortuna para adecentar todo esto, que a ver ahora a quién le pasamos la factura.  ¿Y dice usted que era familiar de doña Candelaria?

   — ¿Dije familiar? Noooo, creo recordar que mi abuela fue criada, teníamos un compromiso desde hacía generaciones, pero hoy veo que ya se ha quedado ese tema zanjado, forma parte de la historia de ese panteón — nos pusimos de camino hacia la parte menos noble del cementerio —. ¿no la conoce usted? 

   — Qué voy a conocer yo la historia del panteón ese, si sólo llevo aquí desde el 83.

Hasta dentro de un año que terminen las obras esto es lo que se puede ver del patio de San Andrés. Se ve asomar las estatuas blancas de la tumba de la familia Ortiz - Mohino presidiendo el patio. Posiblemente seguirá ahí dentro también el hueso de aceituna. 

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