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Encaje de bolillos

 

Cuando empecé a escribir estas historias, una escena impactante me llegó por varias fuentes: El cadáver de la bisabuela Roberta yacía en su cama, en la casa de Fernández de la Hoz 36, donde también vivía su hijo Luis, su nuera Quintina y sus cinco nietos. En la habitación, dos Hijas de la Caridad velaban el cadáver toda la noche. 

Llevaba la bisabuela ya un tiempo viviendo al cuidado de aquellas monjas, en una habitación de alguna residencia de Madrid. Todas la noches se quedaba leyendo con la luz encedida. Casi siempre se quedaba dormida y alguna monja que veía la luz desde el patio a altas horas de la noche se acercaba a su habitación. "Roberta, que se ha quedado dormida otra vez leyendo". Aquella noche del 30 de marzo de 1957 no se despertó. 

Otra versión dice que no murió en aquella residencia, sino en su propia casa, un día que estaba sola con alguno de sus nietos con los que vivía. José, uno de ellos y que tenía seis años en aquél momento recuerda aún la impresión que le causó ver la puerta entreabierta de la habitación donde reposaba el cadáver de su abuela durante el velatorio, aunque no le suena que hubiera monjas allí.

Donde sí coinciden las versiones es en que las monjas acompañaron al cuerpo a la Sacramental de San Isidro, y una vez depositada la urna con sus cenizas en la lápida que compartía con cinco desconocidos, se dirigieron a la tía Maruja y le dijeron: "Teníamos el deber de cuidar de ella hasta la tumba. Aquí termina nuestro compromiso".

 

 Folleto - esquela publicado para convocar a los allegados al funeral de la bisabuela. 
Extrañamente no se ofició en una iglesia a cargo de las Hijas de la Caridad.

 

Comentando este hecho con mi hermana Pilar y mi madre, las hipótesis desbordaban nuestra imaginación:

    — ¿Por qué las monjas que la habían criado de pequeña no se desentendieron de ella cuando salió del convento? Claramente tenía un trato especial dijo mi hermana.

    — ¿Y quién la mantenía? Debía de tener alguna fuente de ingresos vitalicia que le llegaba a través de las monjas —se preguntó mi madre.

    — Pues yo leí que algunas niñas de la Inclusa que habían sido abandonadas por gente de buena familia tenían esa asignación.

    — ¡Hombre, pues está claro que trato de favor recibía! — contestó mi madre —.  Si no ¿de qué iba a poder librarse de aquel castigo de hacer la cruz de la iglesia con la lengua como no se pudo librar su amiga? Y basta con ver las fotos. Tú compara a Roberta con Josefa, mi otra abuela, la de Novés, que claramente era una mujer de pueblo sin estudios. Se ve que Roberta fue educada como una señorita de la burguesía, sabía leer y hacer bordados y encajes de bolillos con una maestría que superaba con mucho las labores que nos enseñaban a las mujeres antiguamente.

    — De alguna manera debía de saber que venía de Oviedo. Si tenía un asignación vitalicia con un compromiso por parte de las monjas igual se enteró por ellas  — adiviné yo.

    — Pues yo sé que la bisabuela alguna vez fue discretamente a Oviedo a investigar quiénes eran sus padres, pero nunca averiguó nada  — añadió mi hermana . Y sólo se lo decía a la tía Maruja, que cuando la bisabuela murió, también trató de buscar sus orígenes sin éxito. El premio gordo sería poder descubrir quiénes eran sus padres.

Las dos bisabuelas:  A la izquierda, Josefa con su marido Feliciano y la tía Anuncia.  A la derecha, Roberta y una amiga que no hemos podido identificar, ambas vestidas de viuda a la moda burguesa de 1910.

Para saber más de aquella historia, era necesario encontrar a las monjas que habían tenido aquél compromiso vitalicio y tratar de averiguar el motivo. Yo por aquel entonces ya sabía que la bisabuela no se había podido criar en el convento de las Hijas de la Caridad porque ni siquiera existía cuando ella estaba ya casada y con hijos. Pero sí podría haber terminado sus últimos días allí. 

Un buen día de julio llamé al convento, en la calle Eduardo Dato:

    — Verá, estoy haciendo una investigación familiar. Busco algún registro de residentes mayores que hubieran estado allá en su convento en torno a los años cincuenta porque...

    — Uy, no. Aquí nunca hemos tenido gente mayor. Llame a la casa central, la de Martínez Campos. Allí le podrán informar

¿Martínez Campos? ¿Tenían las Hijas de la Caridad dos conventos, uno tan cerca del otro? Encontré el teléfono y llamé esa misma mañana:

    — Pues vera usted, se trata de una investigación histórica...

    — Ah, para temas que tienen que ver con la historia de las Hijas de la Caridad de San Vicente Paul, lo mejor es que hable con Sor Ángeles Infante, que es la monja historiadora. Pero no la puede encontrar aquí, sino en la casa de José Abascal, llame allí y pregunte por ella.

¿Otro convento más, dos calles más arriba? ¿Pero cuántas instalaciones tenían las Hijas de la Caridad en Madrid?

En José Abascal no me contestó nadie. Encontré una dirección de correo, pero nadie respondió a la petición que hice de entrevistarme con ella. Busqué por internet: había varias referencias y fotos suyas, parece que estuvo investigando la represión que sufrió la orden en la guerra de cara a la canonización en Roma de trece Hijas de la Caridad que prefirieron morir antes que renunciar a su fe.

Pasó el verano sin contacto alguno. Volví a la carga un buen día de septiembre que pasaba por allí. Me presenté sin más y le conté la historia al guarda de la puerta. Fue muy simpático y en seguida se hizo cómplice de la historia y cogió el teléfono para tratar de lograr que aquella monja bajara a hablar conmigo. Después de un rato hablando me puso cara de circunstancias:

    — Pues ha tenido mala suerte. Está de retiros espirituales, pero pruebe a venir dentro de unas semanas... aunque tampoco deje pasar mucho tiempo, Sor Ángeles ya tiene una edad, y tiene una hermana con Covid en el hospital bastante mal. Aquí la pandemia hizo estragos y Dios sabe si tendrá usted oportunidades de hablar con ella en un futuro. Si viene, como yo ya me sé su historia, ya hablaré yo con Sor Ángeles para que pueda verla usted.

En paralelo yo trataba de encontrar el rastro de la bisabuela en archivos infinitos sin éxito. Y no era fácil conseguir encontrar huecos entre el trabajo y los niños para poder avanzar.

Un buen día de octubre los astros se alinearon: mi mujer de viaje con la pequeña, el mediano iba a estar en un cumpleaños. Era sábado. Una vez que me quedé solo con Ariadna, la mayor, no me lo pensé dos veces

    — A la bici, Ariadna, vamos a visitar a una monja. Dentro de unos años entenderás.

Tenía dos horas hasta que terminara el cumpleaños. En ese tiempo tenía que llegar al convento, lograr hablar con aquella mujer  y volver.

El guarda de la puerta no fue aquel simpático señor de la otra vez. En su lugar, un señor más serio me miraba con desconfianza

    — ¿Pero tenía usted cita con ella?

    — No.

    — ¿Y tampoco es familiar?

    — No, no.

Vi un gesto torcido, aunque supongo que verme con mi hija le tranquilizaba un poco. Realizó algunas llamadas mientras nosotros esperábamos fuera durante al menos veinte minutos.

    — No va a poder pasar. Por protocolo de pandemia, si además no tenía usted cita no va a haber manera de que la vea.

    — ¡Por favor! Es imposible conseguir cita: llevo desde julio tratando de llamar y enviando correos y no me ha contestado nadie. ¿Ni siquiera por teléfono podría hablar un momento con ella?

    — Espere un momento ahí fuera.

Yo le veía coger el teléfono desde dentro de su cueva. Después de otro rato largo de conversaciones me dijo: 

    — Pase con la niña y póngase al teléfono para contar lo que quiere.

Y así, los tres bien pegaditos en una garita de dos metros cuadrados, yo al teléfono:

    — Hola, mire, es que trataba de hablar con sor Ángeles para...

    — Yo soy sor Ángeles.

Hice una pausa. Estaba emocionado de por fin poder hablar. Pero no podía descuidarme, no sabía cómo de colaboradora sería aquella mujer si no conseguía empatizar con ella:

    — Agradezco mucho su tiempo, no sabe la de tiempo que llevo tratando de hablar con usted. Estaba tratando de reconstruir la historia de mi bisabuela, que estuvo siempre muy vinculada a las Hijas de la Caridad. Fue criada en la Inclusa de Embajadores.

    — ¿Cómo se llamaba su bisabuela? —su voz era amable, pero no dejaba intuir emociones. No sabía si su pregunta era curiosidad o simple impaciencia.

    — Roberta Iglesias.

    — Ah, sí. Un apellido muy común entre las incluseras abandonadas en la iglesia ese dato debió de convencerla de la veracidad de la historia y permitió avanzar un paso. —¿cómo puedo ayudarle?.

    — Verá, ella murió en algún convento de Madrid. ¿Aquí en José Abascal podría ser? Veo que tienen aquí gente mayor.

    — Aquí sólo hay gente vinculada a la congregación ¿En que año dice usted que murió?

    — 1957

   En aquellos años yo era novicia e hice mis prácticas precisamente ayudando a cuidar gente mayor Sólo pudo haber sido en la residencia que había por Manoteras o la Gran Residencia de Carabanchel. ¿Le suena alguno de los dos?

    — Lo de Carabanchel podría ser, ya que mi familia vivía cerca ¿eso cómo podría saberlo?

    — Hay registros de residentes en el Archivo Regional. También puede pedir la partida de defunción en Pradillo y vendría el lugar de su fallecimiento.

Iba entendiendo que tenía ante mí alguien con la cabeza bien amueblada y con unos conocimientos acerca de las Hijas de la Caridad que difícilmente podría conseguir por otro lado, así que decidí arriesgar un poco más.

    — Le agradezco el dato, invetigaré por ahí. Otro tema que quería consultarle es que sospecho que mi bisabuela debía de ser hija de alguna familia pudiente de Oviedo, que debio de pagar su mantenimiento hasta que ella muriera ¿es posible?

    — Eso que usted cuenta no puede ser  — contestaba con seguridad, sin dudar en sus respuestas . Una vez que las niñas abandonaban el Colegio de la Paz a los veinticinco años, ya se acababa el compromiso por parte de las Hijas de la Caridad.

    — Entiendo. Sin embargo, hay una escena que mi familia me ha contado que no logro cuadrar. Dos Hijas de la Caridad asistieron a su entierro y dijeron que allí terminaba su compromiso vitalicio ¿Es algo común eso?

Se quedó un momento pensando y me preguntó: 

    Su bisabuela Roberta ¿Está enterrada en la Sacramental de San Isidro?

    — Efectivamente.

    — ¿Quizá en el patio seis, cerca de la puerta trasera?

    — Pues sí, junto a la puerta de atrás ¿cómo lo sabe?

    —En toda esa zona es donde están enterradas las Hijas de la Caridad, y también aquellas personas especiales vinculadas con ellas hasta su muerte.¿Bordaba bien, verdad?

    — Sí, eso me han dicho. Que tenía muy buena mano con el encaje de bolillos. ¿Pero cómo sabe usted que...?

    — De vez en cuando había personas que tenían una relación especial con las Hijas de la Caridad, incluso mucho tiempo después de haber salido del Colegio. Su bisabuela no fue la única, pero eran casos excepcionales.

Entonces Sor Ángela me contó la siguiente historia:

"En la Inclusa siempre andaban mal de dinero, tenían muchas bocas que alimentar. Fíjese que tenían en las huertas del convento hasta burras para poder darle leche a los niños, aunque muchos no llegaban al año de edad. A las niñas que sobrevivían y llegaban a los siete años las pasaban al Colegio de la Paz y allí las Hijas de la Caridad las enseñaban a leer, escribir, a hacer cuentas, sus labores... salían con bastante más educación que cualquier mujer de la época. Tenían que darles herramientas para que pudieran sobrevivir a partir de los veinticinco años, que era la edad en la que tenían que abandonarel Colegio. Y no tenían muchas opciones: o las casaban, o se ponían a servir. Si no, acababan haciendo la calle. 

Para poderlas casar o ser sirvientas, las enseñaban labores, sobre todo bordados y encajes. Eran prendas de mucho valor que no cualquiera sabía hacer bien. Y las que hacían las niñas incluseras tenían fama de ser muy buenas. Imitiban a la perfección a las casas de moda de París, y de esa manera podían ofrecer un producto de alta calidad a las familias nobles a menor precio. Incluso la Casa Real se vestía con las prendas hechas por niñas como su bisabuela.

Una parte del dinero de esas labores servía para mantener la Inclusa y otra se guardaba para las niñas como reserva dotal. Era una manerea de tener una dote adecuada y así lograrlas casar con familias que tuvieran garantizado el sustento. O si acababan de sirvientas, tenían más fácil lograr un buen empleo en una casa buena si podían hacer este tipo de labores, que no todas sabían hacer.

Pero había una tercera forma de ganarse la vida. Esta era muy excepcional. Se trataba de las que se habían casado pero habían quedado viudas jóvenes. Ellas aún conservaban la formación y la habilidad para hacer labores y encajes de mucha calidad, y eran un valor muy importante para las monjas. Esas viudas se podían convertir en colaboradoras pagadas de las Hijas de la Caridad, realizaban las piezas más complicadas. Y las Hijas a cambio las cuidaban todo lo posible. Se establecía un vínculo que duraba hasta la muerte. Fue el caso de su bisabuela."

Yo me había preparado bien ese encuentro. Había leído sobre la vida de las niñas incluseras y sabía que bordaban para financiar la Inclusa y su propio futuro. Pero desconocía todo sobre esas personas especiales que aquél día Sor Ángela me dio a conocer. 

Le agradecí muchísimo toda esa información. Cuando ya me despedía me dijo:

    —  Espere un momento que bajo y así le puedo saludar personalmente.

El rato que tardó en bajar fui cuadrando todo lo que me había dicho con lo que sabía de la bisabuela Roberta: pudo casarse con Antonio que tenía panaderías para subsistir gracias a la dote. Y cuando éste le abandonó yéndose a América posiblemente pudo entrar a servir en una casa de clase alta como la de doña Candelaria gracias a saber hacer labores de alta costura, si es que fue ella la que acabó sirviendo allí y recibiendo la herencia que la vinculó de por vida a mantener el panteón de aquella señora. 

También supuse que una vez muerta doña Candelaria y con la ayuda económica que le dejó en herencia, pudo permitirse vivir más cómodamente ganándose un sobresueldo con los bordados y encajes que hiciera para las Hijas de la Caridad. Y estas la cuidaron tal como hacían con casos como el suyo, hasta el fin de sus días, muchos años más tarde.

Ariadna y yo conocimos a Sor Ángeles, que se mostró amable y cariñosa. Nos invitó a dar un paseo con ella por los silenciosos jardines, algo sorprendente al lado de la autopista urbana que es la calle Jose Abascal. Y si ya estaba agradecido por todo lo que me había contado hasta ese momento, lo que hablamos en ese rato hasta que nos despedimos se mereció mis lágrimas y un abrazo que no pude dar por prudencia sanitaria. Eso será otro relato.

 El convento de José Abascal donde sucedió el encuentro

 

Días más tarde, pregunté a mi madre hasta qué punto la bisabuela era habilidosa con las labores.

    — Mucho. Tenía una mano excepcional. Y hacía unos encajes de de bolillos que podían pasar por alta costura. De hecho, tu tía Maruja guardó su bolillera.

    — ¿La bolillera? ¿Sigue existiendo?

    — La encontré en casa de tu tía cuando vaciamos el piso y la regalé, ya no me acuerdo a quién.

¡Ay, Dios, mamá! Por lo general agradecía que mi madre fuera desprendida, aunque no era la primera vez que en la familia nos quedábamos sin algún objeto con significado especial como precio por aquella cualidad.

    — ¡No me digas que ya no queda nada de eso!

    — Espera.

Se fue a buscar algo y volvió con una caja de madera. 

    — Mira, la bolillera no. Pero guardo bastantes de sus bolillos.

Abrió la caja. Me pareció como contemplar unas reliquias de Santa Teresa. No me atreví ni a tocarlas.

    — ¿Te las quieres llevar?  — me dijo.

    — No, no. Me basta con saber que están aquí. Pero no las regales, mamá. ¡Ni las tires!

 

 Los bolillos de la bisabuela


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